Estaba sentada descansando en el jardín, cuando de pronto, me encuentro parada en un espacio amplio, abierto y cubierto de grama. Miro alrededor, con la sensación de que hay un camino, pero no logro verlo. Avanzo por esa ruta invisible siguiendo un impulso. Subí por una colina y al llegar a la cima, quedé sorprendida por lo que veía. Había muchos, muchos niños. Poco a poco caminé hacia ellos, hasta convertirme en uno de ellos. Aunque yo podía verlos, yo era invisible.
Lo primero que llamó mi atención fue su vestimenta, pues usaban ropas propias de distintas épocas, distintos lugares. Había un niño vestido con pantalón corto y sus boticas negras, era curioso y callado. Había uno sentado en un pórtico y otro jugando sólo en el patio en casa de su abuela. Un grupo de niños jugando en la calle con una pelota, mientras otro niño que trabajaba en una antigua bodega, los miraba… con ganas de unirse a ellos. Más cerca, una niña, saltaba y hacía reír a su abuelo con sus payasadas. Seguí caminando, mirando sus rostros y escuchando las historias que me contaban sus ojos. No sabía sus nombres, pero podía conocer sus vidas. Estaba el niño huérfano, hijo de aquel joven que había ido a la guerra y que había caminado entre el horror y el olor a muerte, hasta que ésta le había alcanzado. Dejando a su hijo, su mujer y su madre con el eterno dolor por su ausencia.
Al continuar observando vi a esa niña de mirada perdida, llevando un vestido sucio y harapiento. En silencio, me contó que su madre murió enferma y en absoluta miseria, dejándola a ella sola deambulando en las calles en busca de alimento. Más adelante estaban un grupo de hermanos, esperando al padre que partió en busca de sustento, una mejor vida, y oportunidades, o quizá sólo porque no resistía tanto dolor por tanta miseria, el hambre y la guerra. Jamás regresó.
Estaban los huérfanos que crecieron junto a otros con igual destino, o bajo la tutela de alguien que había asumido la carga por el deber ser, o a cambio de algo. También pude ver a los niños que se sentían perdidos y que jamás conocieron quien era su padre. Vi el rostro de aquellos abandonados por una madre que se había marchado siguiendo los pasos de su propio destino. Vi los hijos de quienes llevaban el dolor, la culpa y el anhelo por lo que habían dejado atrás, al partir en busca de una nueva vida.
Había los hijos de hombres sedientos de amor, que iban de brazo en brazo sin jamás saciarlo. Y los hijos de quienes con desesperación querían arrancar a golpes el amor de una mujer de corazón ausente. Vi niñas con la mirada perdida y distante, hijas de mujeres rígidas y frías que había enterrado el dolor muy lejos de sí misma. También vi aquellos cuyas madres jamás amaron a su padre, y que junto a él vivieron cargando oculto el dolor y la culpa por el desamor negado. Contemplé los rostros de niños pegados al pecho de una madre triste, rabiosa o ausente.
También había niñas que habían sido abusadas, pagando aquello que no podía pagarse. Vi hijos de asesinos y los de sus víctimas. Y también los hijos de quienes cegaron su vida llevados por fuerzas desconocidas.
Vi los niños a quienes se les negó la vida, aquellos que fueron negados, y también los que se ocultaron por ser distintos, raros…
Si, aquellos ojos me contaron historias llenas de dolor, miedo, rabia, culpa, soledad y tristeza. Y mientras contemplaba en silencio, de pronto me di cuenta que todos esos niños pertenecían a una misma familia. Era nietos, hijos, padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, que ahora estaban juntos. Niños, que crecieron, se convirtieron en hombres y mujeres, en padres y madres, abuelos y abuelas, pero que una parte de ellos siempre, siguió siendo un niño.
Fue entonces cuando todo cobró sentido, pensé en mi propia historia, y me dispuse mirar por primera vez los niños de mi familia, no los de ahora, sino a lo de antes. Pude ver esos niños heridos, huérfanos, abandonados, solitarios, maltratados, humillados, hambrientos de cariño, de reconocimiento, de respeto, con muchas carencias.
Ahí estaban todos juntos, los miré y les sonreí, era la manera como mi niña, les decía que le alegraba verlos. Esto hizo que todo cambiara, ellos me sonrieron, y corrí hasta ellos. Todo lo que había ocurrido dejó de tener importancia ante la alegría de nuestro encuentro. Estuvimos juntos un rato, en un ambiente alegre y bullicioso, como son los lugares donde hay muchos niños. Al cabo de un rato, sentí que había que despedirse, entonces me retiré y tomé un poco de distancia para ver aquel cuadro lleno de niños. Al verlos, sus rostros se transformaron, dejaron de ser niños, y se hicieron grandes, mayores, adultos y ancianos. Me paré frente a ellos, y me incliné ante ellos con profundo respeto. Sentí su grandeza, su fuerza. Al levantar el rostro, los vi hermosos, llenos de una dignidad propia de quien no evade, quien asume lo que le corresponde, sin agregar, ni quitar.
Luego, cuando comenzaba a girarme para retirarme, me hicieron un gesto poniendo sus manos abiertas, pidiendo las mías, una manera de decirme que me volviera a acercar, entonces fui de nuevo hacia ellos. Puse mis manos sobre las manos de la abuela o quizá la bisabuela, no lo sé. Y de pronto todos me rodearon, aun los que estaban lejos, extendían un brazo haciendo el intento de colocar su mano sobre mi cabeza. Esto me conmovió de una manera que no puedo describir. Sentía que celebraban por mi vida, pues mi existencia significaba que lo habían logrado. Era lo que ahora a ellos le importaba. Estaban alegres se oían voces, risas, bromas, algunos se daban palmadas, se abrazaban, otros menos efusivos, más tranquilos y parcos, también celebraban
Yo luego de recibir aquello que esas manos dejaban sobre mi cabeza, levanté la cara, los miré, y sin palabras nuevamente nos despedimos. Partí dejándolos a mis espaldas, mientras ellos con gran dignidad y muy satisfechos por lo que habían logrado, regresaban muy felices a su morada.
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